Southern en el Perú: Una historia
que todos debemos conocer
Secar
ríos, modificar cuencas hidrográficas, crear un río artificial de relaves,
hacerlo desembocar en el mar, desaparecer valles agrícolas, reducir áreas de
pasturas; cambiar el color del océano, matar su flora y fauna, dejar sin agua a
una ciudad, esparcir humos sulfurosos, multiplicar las enfermedades locales.
Esta destrucción omnipotente ha sido perpetrada en 59 años y no en una semana,
como el acto de creación del Universo que narra la Biblia. Con procedimientos
invasivos y agresivos, la naturaleza fue violentada ante la vista y paciencia
de los sucesivos gobiernos.
Lo
que vivimos ahora –la oposición al proyecto Tía María– es producto de seis
décadas de destrucción medioambiental. La “bronca” de los pobladores del valle
del Tambo va a cumplir 60 años, y se inició cuando el viento hizo que los humos
de la Refinería de Ilo giraran de sur a norte, cubriendo sus cultivos con una
capa amarillenta de polvo sulfuroso.
“El
valle de Cinto, en Tacna, se secó. Era la zona de las uvas y de los ricos vinos
y piscos. La Southern lo dejó como una pasa y se llevó el agua a Toquepala. Eso
fue a fines de los años 50. Dicen que todo era verde, pero yo lo conocí cuando
estaba seco y abandonado. Había casas medio derruidas; ya no estaban los
grandes toneles en los que se procesaba la uva; quedaba alguna gente mayor que
hacía forrajes. No vi cultivos”, recuerda Jorge Quesada, uno de los legendarios
dirigentes que fue secretario general del sindicato de esa empresa en los 80, años
de efervescencia política y social. Él trabajó como obrero en la fundición y
vivió en el campamento minero que era del tamaño de un distrito.
Solo
queda la huella del río: un tajo polvoriento. La poca agricultura que se
realiza actualmente en el valle de Cinto depende de 17 pozos tubulares. En
Tacna, la irrigación Pampa Sitana corrió la misma suerte, y hoy sufre un
déficit de agua de 0.125 metros cúbicos por segundo. Candarave soportó una
reducción de su área agrícola por el mismo motivo.
Es
importante precisar que se trata de una región con una escasez de agua
histórica. Allí, en la cuenca del río Moquegua y en la cuenca del río Locumba,
se instalaron las minas de Cuajone y Toquepala, respectivamente. Para que ésta
última pudiera funcionar, la empresa utilizó el agua cristalina de los
acuíferos de las cabeceras de cuenca, y la depositó en sus dos reservorios.
Construyeron pozos tubulares que chuparon el agua del subsuelo en las pampas de
Huatire-Gentilar .
Esto
provocó que, desde el año 1970, disminuyera el caudal del río Callazas que, a
su vez, se alimenta de la laguna Suches. Y como esto no fue suficiente,
construyeron un dique que impidió el drenaje natural de la laguna hacia ese
río.
Se
trata de una sucesión de daños encadenados. La empresa consiguió autorización y
licencias de agua para desviar el río Torata y ampliar el tajo de la mina
Cuajone. Por eso, en este momento, están en grave riesgo la zona de pasturas y
la parte alta de los valles Tumilaca y Torata. Hasta el año 2005, había
obtenido sin ningún problema diez autorizaciones para el uso de aguas
subterráneas y superficiales, y logró renovar la licencia de uso de agua
subterránea del acuífero de la laguna de Vizcachas y del agua superficial de la
laguna de Suches, cuyas aguas fueron derivadas a la mina.
Esta
disminución de la capa freática en la zona trajo consigo sequías que afectan el
crecimiento de los pastos, la migración de la fauna silvestre y la
desertificación de los valles.
Lo
que ocurre en la cuenca del río Moquegua es similar. Solo que además de
albergar a la mina de Cuajone, la parte baja del río ha tenido que soportar el
peso de la fundición y de la refinería de Ilo.
“Cuando
llegué a Ilo el problema principal era la falta de agua”, sostiene Quesada. El
año 1975 ya no había agua en la ciudad de Ilo. Southern construyó una planta de
desalinización en la ciudad para abastecer el campamento de Ciudad Nueva. “Era
un agua salobre, de mala calidad. No se podían cocinar los frijoles porque
salían duros”, recuerda. Como no había agua en el puerto de Ilo, los
tricicleros sacaban agua de los pilones del campamento que después vendían en
el puerto. Hasta que la empresa un día les prohibió hacerlo.
El
caso llegó al Tribunal del Agua en Holanda. La presión social fue muy fuerte.
En esa época el sindicato tenía la fuerza para hacer huelgas de 45 días, la
Izquierda Unida era fuerte en la zona y los municipios eran piezas clave de
este movimiento. La batalla por el agua y en contra de la contaminación duró
casi 20 años. Finalmente, el gobierno decide construir una represa en Tacna y
otra en Moquegua que soluciona la escasez.
Qué
verde era mi valle, la película de John Ford, ganadora del Oscar el año 1941,
dejó de ser ficción cinematográfica.
Los vientos que
Southern sembró
El
viento era travieso y le jugaba malas pasadas a la empresa. “El otro problema
grave en Ilo era la contaminación ambiental, producida por los humos tóxicos.
Cuando el viento soplaba en dirección contraria, llenaba de humo la ciudad, y
si giraba de sur a norte, los humos llegaban hasta el valle del Tambo, en la
provincia arequipeña de Islay”, agrega Quesada. Las cuatro chimeneas de la
Fundición, ubicada al oeste de las minas, a unos metros del océano Pacífico,
parecen dragones que no paran de inundar el cielo con sus bocanadas de humo
espeso.
El
exdirigente sostiene que durante el gobierno de Velasco, el Estado obligó a la
Southern a indemnizar a los agricultores del valle de Ilo, que eran productores
de aceitunas, porque el humo estaba matando los frutos de los olivos. Hubo una protesta
de los agricultores porque la empresa no quería pagarles lo que la ley
establecía. Ante esto, los agricultores del valle del Tambo también reclamaron
por los daños que les ocasionaban los humos. El dirigente añade: “La empresa
les dijo que a ellos no les tocaba nada porque estaban fuera del área de
influencia de la empresa. Por eso, el conflicto por Tía María tiene una
indignación acumulada desde entonces”.
En
el año 1985, Southern firma un acuerdo con el gobierno peruano para renovar su
fundición. Los equipos son modernos, las plantas de ácido sulfúrico y de
oxígeno también. La renovación concluyó el año 2007. Colocaron medidores con
alarmas que sonaban cada vez que los indicadores de humos sobrepasaban los
límites permisibles. Cuando eso ocurría paraban los hornos. Eso aminoró la
contaminación, pero no acabó con ella. Un año después, un informe publicado por
el Observatorio de las Empresas Transnacionales (OET), enumera una serie de
daños causados por las emisiones de dióxido de azufre que emite la fundición.
Uno de ellos es el deterioro de la calidad de aire que produce una alta tasa de
problemas respiratorios y cancerígenos. Otro es la sulfatación de los suelos
que produce bajo rendimiento de los cultivos. Y finalmente, la presencia de la
lluvia ácida que se esparce hasta 300 kilómetros a la redonda.
Sergio Gonzales Apaza
Periodista
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